Veinte mil pesos cubanos era la cifra inicial que debía abonar Elizabeth León para contratar un abogado para sus cuatro hijos presos. Veinte mil pesos debía pagar una manicura pobre del reparto La Güinera. Veinte mil pesos cubanos para una mujer soltera, con trastornos de los nervios y un tumor renal. Veinte mil pesos una mujer de 54 años que era mayormente sostenida por sus hijos varones que han ido presos; veinte mil pesos para una señora que debía alimentar ahora a sus más de siete nietos.

Actualmente Elizabeth no arregla ni pone uñas. Su pulso, desde aquel inenarrable 12 de julio de 2021, es caótico. Se sostiene de sus nueras, de su hija Sanely, y de cuanto vecino o amigo decide ayudar. Su hijo Adonis, apodado Popoy por la familia, es el único de los cuatro varones que actualmente está en casa, en libertad. José Antonio Gómez León, de 34 años, Frandy González León, de 26, y el pequeño Santiago Vázquez León, de 22, cumplen condenas de 7, 8 y 10 años respectivamente, en la Prisión del Combinado del Este. 

En la Prisión del municipio habanero del Cotorro, Jóvenes de Occidente, donde estuvo inicialmente Santiago, un oficial le orientó a la desesperada madre asesorarse en Fiscalía Provincial con respecto al contrato de un abogado. En Fiscalía le redondearon la cifra, de tal manera que finalmente solo debió pagar alrededor del mil pesos cubanos y algo más por cada hijo. De no haber sido así, jamás los hermanos de La Güinera hubiesen recibido este servicio. Elizabeth piensa por momentos, sin embargo, que el resultado hubiese sido el mismo.

La antigua manicura hoy se estremece y se reinventa ante una cifra mayor, mensual, injusta. “Cada saco está en diez mil pesos”, nos dice, refiriéndose a cuanto le cuesta la compra de los productos de aseo y alimentación con que abastece a cada uno de sus tres varones presos. Treinta mil pesos cubanos al mes; y también de vez en cuando, dos veces al mes. Treinta mil pesos cubanos para una madre de tres hijos, soltera y enferma; madre, a su vez, de más de siete nietos. Desempleada y por si todo esto fuera poco, ahora disidente.

Este 11 de Julio vio por segunda vez en sus 54 años drones sobrevolando las noches calurosas de La Güinera. La primera vez fue exactamente hace 364 días. El día en que pensó morir. El día sobre el cual un año después, con excelente dicción, susurra: “Cierro los ojos y me parece que lo estoy viviendo todo de nuevo”. El día en que su hijo mayor casi muere de un disparo. El día en que su hijo menor perdió su salud mental. El día en que la violencia de la policía y la injusticia del sistema marcaron su familia para siempre.

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En Julio del 2022 los drones desplegados por las fuerzas del orden buscaban mítines o inicio de ellos. Buscaban detectar focos de manifestaciones en el primer cumpleaños de la mayor de las protestas antillanas en seis décadas. Pero no los encontraron. Día antes a la fecha, el barrio amanecía con sendos letreros que pedían el fin de la dictadura y la libertad de los presos políticos. La Güinera, un año atrás, aportó cientos de manifestantes que se convirtieron luego en presos políticos, sobre los cuales, a modo de escarmiento, el gobierno desparramó larguísimas penas de cárcel.

De La Güinera es Elizabeth. Allí ha vivido desde el 2017 luego de permutar su casa en Guanabacoa. Ahora vive con sus hijos e hija, sus nueras, y sus nietos. En este barrio mismo se dio lugar uno de los focos más intensos en las protestas de julio del pasado año. La Güinera, barrio marginal del municipio de Arroyo Naranjo, fue el reparto que ofreció la única víctima mortal de las protestas que el gobierno cubano reconoció públicamente, Diubis Laurencio Tejeda, de XX años. 

La Güinera fue de esos pocos barrios que salió a protestar, a pesar de que el presidente hubiera dado la orden de socavar la manifestación con todo tipo de violencia. En esas protestas, estuvieron los hermanos León, al menos, dos de ellos, Frandy y Santiago. Popoy estuvo 56 días detenido en 100 y Aldabó solo por reconocer a su hermano mientras lo trasladaban arrastrado en plena calle. Y a José Antonio, le han sentenciado a 7 años, solo por defender a su madre de la violencia física que sufrió hace un año en el propio patio de su hogar.

Antes del 12 de julio, Santiago gozaba de buena salud y energía. Su madre había resuelto para él la categoría se Servicio Militar Obligatorio de carácter alternativo, vía dispuesta para familias con grandes carencias económicas o disfuncionalidades particulares. Santiago custodiaba diversas zonas del Castillo del Morro, por lo que le devengaban un salario de casi trescientos pesos cubanos mensuales. Le quedaba menos de un trimestre para obtener su licenciamiento de las Fuerzas Armadas.

Frandy se ganaban la vida como se puede hacer en un barrio humilde como La Guinera, en negocios de compra venta o cualquier otro tipo de servicios por cuenta propia, que a pesar de ser en su mayoría consensuados y justos para quienes lo dan y quienes lo exigen, bordean los límites de lo permisible en las actuales legislaciones de la Isla.

José Antonio, el primogénito de Elizabeth, trabajaba como estibador en una empresa de acopio a pocas cuadras de la casa. Allí recolectó excelentes amistades y mejores opiniones. Sendas cartas fueron enviadas a su juicio por parte de sus jefes, como evidencia de su buen comportamiento; cartas que sirvieron solo para convertir una petición de 8 años de privación de libertad, en siete.

Popoy por su parte formaba parte de la Lucha Antivectorial contra el Aedes Aegypti, donde tampoco se le conocen fallos ni imprecisiones.  Es el único de los varones de Elizabeth que fue liberado casi dos meses después de recibir una violenta detención, y todo tipo de maltrato físico en la estación de PNR del Capri primero, y luego en 100 y Aldabó.

El 12 de julio del 2021, a la 1 de la tarde, no habían más penas en la familia que las económicas. La pandemia había golpeado fuertemente al país, y por ende a las familias. En la parte más honda del triángulo, está Elizabeth León, sentada ante una mesa con decenas de pinturas de gel, alicates y limas, intentando diseñar la cena de cada día. En la calle, están los varones, intentando arañar la suerte para dejar un poco entre sus uñas. 

Saleny, de 23 años, lleva 24 horas sin conectarse a Internet. La inmensa mayoría de cubanos lleva el mismo tiempo. Algo ha pasado. Le interesa saber pero tiene un temor desconocido y prefiere quedarse. Santiago por su parte, no se queda en casa. Decide subir por todo Maceo hasta la Avenida de la Güinera para “dar una vuelta”.

Varias horas después está en casa. Asustado y agitado. “Mamá, la gente tiraba piedras, pero los policías tiraron también piedras. Tiraron tiros también. Al lado mío mataron a un muchacho”. La madre se asombra, sin saber que está a punto de vivir la mayor pesadilla de su vida. 

Treinta minutos duró la charla. La casa en altos tiene una escalera que desciende a un inmenso patio donde corretean los muchos nietos. Un portón oxidado sirve de puerta. Elizabeth siente un ruido intenso. Un bullicio que indica un mal vaticinio. Baja las escaleras e indica a Santiago quedarse dentro. Es la policía.

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El portón de metal se estremece y Elizabeth ya está justo detrás del mismo. Detrás de ella, y a lo largo del extenso patio, sus nietos jugando. Varios policías se han despegado en todas las cuadras alrededor de su casa, y más de 8 están empujando su portón, insistiendo en que los deje entrar. Elizabeth les pide calma para acomodar a los niños, pues la agitación con que se han presentado estos oficiales en su puerta no es buen síntoma de nada. “Buscaban a Santiago”, nos confiesa hoy.

Los oficiales, entre policías, avispas negras y agentes vestidos de civil, golpean insistentemente la puerta hasta que logran desprenderla. Unos metros más atrás, donde ellos no logran distinguirle, Santiago mira confundido. Al lado suyo se asusta su hermana Saleny. Solo a unos escasos dos metros del portón, pero en reversa, se levantan dos casitas bastante rústicas, una construida encima de la otra, con una pequeña placa que sirve como terraza. Allí vive el mayor de Elizabeth, José Antonio. Solamente sintió el griterío y se asomó en el pedazo de cemento emplacado en altos. Desde allí arriba ve como los oficiales se abalanzan sobre su madre enferma.

Desesperados por entrar a la propiedad, y presumiendo de autoridad que justifica cualquier vía, los policías y tropas especiales terminan desprendiendo totalmente el portón de sus bisagras añejas, y tras negarse al reclamo de espera de la madre, para tomar a sus nietos y quitarlos del patio, la golpean y la empujan sin reparar en su sexo, edad o inocencia.

José Antonio estalla. Les grita. “¡Con mi madre no!” Ellos ni siquiera le oyen. Desde la casa, Santiago y Saleny van palideciendo. Elizabeth, entendiendo que la seguridad y destino de su hijo Santiago y de sus nietos están en peligro, interpone su cuerpo pretendiendo ser escuchada. Los policías la golpean. “¡Quítate!”, le gritan. Le dan en el vientre, en las piernas. Le dan en la cara. Semanas duraron en su piel los hematomas visibles.

José Antonio se desespera pues no logra acaparar la atención de los policías, ni evitar la golpiza a su madre. “Oye, con ella no. ¡Conmigo! ¡Ella no ha hecho nada!” Encuentra una piedra, luego dos. Desde solo tres metros la lanza con el claro objetivo de llamar la atención, clásica estrategia usada por el más fuerte cuando quiere para sí y no para el débil la agresión. Las piedras que lanza ni rozan a ningún oficial, sin embargo  logran su acometido. Uno de ellos desenvaina su pistola y apunta contra José. Desde dentro, Saleny lo observa todo. Desde unos metros a la derecha, la hermana de Elizabeth también. El policía dispara.

“¡Hay niños. No dispares que hay niños!”, grita desesperada la tía de José, quien ha esquivado el primer disparo. Abajo, vuelven de nuevo a golpear a Elizabeth, quien no ha logrado dejarlos pasar. El policía vuelve a apuntar a José, y este, desesperado, se lanza al vacío. Un cable del fluido eléctrico lo recibe, y en este, queda colgado.

Sanely desde dentro de la casa ve el salto, oye los tiros, y cae al suelo desmayada. Santiago está asustado en muchos sentidos, ahora también por su hermana. Baja las escaleras y va en busca de su madre, ya no puede tolerar más que esté siendo violentada.

En el tendido eléctrico se balancea José Antonio, y otro policía desenvaina una nueva pistola, que esta vez, trae las conocidas “balas de goma”, conocidas por ser muy dolorosas, y aunque no tan letales como las ordinarias, igual de perjudiciales en dependencia de la zona afectada y la cercanía del disparo. La primera da contra el abdomen, la segunda, va a su boca. José Antonio, que tiene un principio de leucemia, que no le permite coagular la sangre tal como a cualquier ser humano, comienza a sangrar desmedidamente. Aún así, no se deja caer del tendido.

Los policías ardidos por semejante alevosía, halan de él con fuerza, hasta que, de un tirón, le arrojan al suelo desde algo más de dos metros. En la caída, la pierna derecha se le fractura. Una fractura en la tibia y dos en el peroné. Adolorido e inválido, sangrante desde su torso y rostro, le reciben en el suelo un coro de patadas, piñazos y estrujones.  Santiago no logra procesar todo esto y cae desmayado al paso de la escalera.

Los policías entran a la casa y recojen al muchacho, a golpes. Lo reincorporan, a patadas. Le piden que se levante solo para volver a vencerlo con violencia. 

José Antonio ha sido muy contumaz y merece toda la ira de sus enemigos ahora. No puede estar en pie y los policías no pretender cargarlo hasta la estación del Capri. A rastras, a patadas, lo van empujando por la callejuela que da a la Avenida.

En la siguiente esquina un muchacho le habla a los policías. “Ese hombre se va a desangrar, llévenlo al policlínico que él no coagula sangre”. El oficial se interesa por la identidad de este sujeto. “Yo lo sé porque soy su hermano”. Lo esposan y también se lo llevan. Ahora Elizabeth tiene tres de cuatro varones siendo conducidos a la estación. Frandy no está por todo aquello, luego de caminar junto a los manifestantes tomó otro rumbo.

Elizabeth les grita a los policías mientras corre detrás de ellos, y ve un nubarrón de jóvenes de toda La Güinera que están siendo conducidos hasta la estación de policía. Delante de ella van los oficiales con sus hijos, y ella no para de vocear la tamaña injusticia y violencia. Uno de estos policías la manda a callar, y le amenaza con una tonfa. Ella desestima la advertencia.

El Capri es impenetrable. Un cordón fastuoso de fuerzas policiales y de las FAR cubren la estación de policía. Nadie puede rondar el perímetro, ni siquiera las madres. Pero Elizabeth, después de ir con su hija al médico, y recibir tratamiento ambas, la madre por la presión, la hija por el asma, se presenta en el perímetro y queda ahí hasta las 9 de la noche. El desconcierto jamás la abandonó. Cinco días después, en un barrio aledaño al suyo, la policía atrapó también a Popoy, completando así la detención de todos sus varones.

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Después de varios días sin saber del paradero de sus hijos, logra ver primeramente a José Antonio. Tres días estuvo en el Hospital Nacional, y a pesar de que los médicos decretaran la necesidad de operarle el pie, la orden de la policía fue trasladarlo a 100 y Aldabó, solamente con yeso. Hasta la fecha a José Antonio, quien está ahora cumpliendo condena en el Combinado del Este, y quien no estuvo en la manifestación de La Güinera, no se le ha celebrado la operación.  Su leucemia y su fractura siguen causándole dolores y malestares considerables.

Después de ser recibidos en el Capri por una horda de policías con la orden de “ser reducidos a la obediencia”, eufemismo cubano para definir la violencia policial, los hermanos fueron trasladados a diferentes estaciones policiales y depósitos de la ciudad. Elizabeth no vio al resto de sus hijos solo llegando a los dos meses de pasado el 12 de julio.

A Popoy, al no poderle demostrar participación, se lo dejaron libre luego de 56 días. Pero a los otros tres hermanos, luego de pedirles cuotas de 15 hasta 25 años, por causas como atentado, desorden público y sedición, finalmente fueron juzgados a 7 años José Antonio, a ocho, Frandy, y 10 años a Santiago. La madre espera actualmente la apelación sobre su hijo mayor.

Santiago perdió el tino y su salud mental. Ha atentado contra su vida en disímiles ocasiones dentro del combinado. Padece de un shock post traumático para el cuál solo le ofrecen en la prisión venadrilina, y cuando aparece. Santiago, en las visitas habla pura incoherencia, no sostiene la mirada, y según la madre, “a veces parece como si no supiera que está en la prisión”. Se ha vuelto agresivo con otros presos del edificio 3, y se ha convertido en un peligro para sí mismo. La madre agradece, en medio de tantas penurias, que al menos comparta el mismo edificio con su hermano mayor, Jose Antonio, para que este último pueda evitar que el atormentado Santiago se vuelva a lanzar desde la litera de arriba, de frente, contra el suelo.

Elizabeth León Martínez es una mujer fuerte que se reinventa cada mes para ver a sus hijos y llevarles un saco de 10mil pesos a cada uno, y a su vez, dar de comer a los hijos de sus hijos, y dejar algo para ella. El pasado 9 de mayo llegó a los 54 y sus hijos no olvidaron la fecha. Después de mucho tiempo y mucho quejarse, logró que unificaran la visita de los tres para el mismo día.

Ese lunes 10, un día después del Día de las Madres, sentados en la Sala de Visitas, se le llenan los ojos de lágrimas al ver frente a ella a sus tres hijos, al sentir que su familia ha sido diseccionada por la injusticia. El mayor, enfermo, saca ánimos para corearle un canto de felicitación. Frandy lo sigue. El defenestrado Santiago también. Intentan en un canto a la vida, unir una vez más la sangre, celebrar a Elizabeth, y a la unión que con ella aún tienen el privilegio de gozar. Pero otra vez la violencia. Otra vez la injusticia.

“No”, se acerca un oficial. “No pueden cantarle felicidades”.