Un día cualquiera en el que el gobierno cubano celebraba en el Parque Central alguna efeméride, también cualquiera –tanto que ninguno recuerda cuál era–, Kenia Romero y Joselino Valdés esperaban el ómnibus de la ruta A40 para regresar desde La Habana a su casa en Alamar.

El ómnibus llegó y les paró en frente, lo cual, estando ellos en la parada, no fue nada raro. Pero sí resultó extraño que, siendo una ruta bastante utilizada por pobladores de todo el municipio Habana del Este, estuviera casi completamente vacío; solo iban dentro el chofer y dos pasajeros al fondo que, en cuanto subieron Kenia y Joselino, cambiaron de posición para estar más cerca de ellos. Aun más raro resultó que esos dos únicos pasajeros fueran policías uniformados. Y como todavía pudiera ser una situación extraña, pero casual, todo alcanzó el límite de la rareza cuando, al llegar a la próxima parada, el chofer no paró, ni en la otra ni en la otra ni en ninguna hasta llegar justo a la más cercana a donde vive la pareja. Ellos se bajaron, el ómnibus siguió su camino y listo. Nadie medió palabra alguna, como si no hubiera pasado nada. 

Kenia y Joselino quedaron medianamente sorprendidos, pero tampoco tanto. Están acostumbrados a las “sutilezas” de la policía y la Seguridad del Estado (SE): que en alguna fecha especial haya una patrulla parqueada todo el día en el frente o la esquina de su apartamento; que el oficial de la SE que los atiende pase por el frente del edificio sin mirar tan siquiera a su balcón, como si anduviera por ahí en cualquier otro asunto… 

Que reserven todo un ómnibus para ellos, en una ciudad con problemas eternos de transporte urbano, es menos común, pero todavía entra en el rango de “sutileza” si se recuerda aquella noche de 2021 en la cual se aparecieron en el frente de su apartamento con ambulancias, patrullas, decenas de agentes, perros y hasta cámaras de televisión.  

Unos días antes, recuerda Kenia, su hijo, Luis Darién Reyes Romero, había llegado y, tras sentarse en el butacón de la sala como de costumbre, le dijo: 

   –¿Ya viste la directa que hicimos ayer?

   –¿Directa? ¿Qué directa? –respondió ella.

   –Ah, ¿tú no la has visto? ¡Pues mira…! Yo estoy aquí esperando a que me vengan a buscar.

Kenia al momento abrió Facebook y fue al perfil de su hijo para ver el video. 

Ni siquiera le hizo falta verlo completo. Bastaron los primeros minutos para gritar: “¡Luis Darién, tú estás loco pa´l carajo! ¡Ahora sí es verdad que te van a venir a buscar!”.

La familia, antes de mudarse a Alamar, vivía en Centrohabana, en uno de los tantos barrios marginalizados de la capital, en el que, no por casualidad, Luis Darién creció junto a algunas de las figuras más conocidas en la disidencia cubana de los últimos años, como el rapero Maykel Osorbo, miembro del Movimiento San Isidro y actualmente apresado por el régimen al igual que su compañero de movimiento, Luis Manuel Otero Alcántara.

Crecer entre el hambre y la necesidad, ver a la gente a su alrededor viviendo “del invento” en las calles habaneras, a vecinos y conocidos trabajando “por la izquierda”, sin licencia, sobreviviendo casi sin comida, a veces sin electricidad y sin agua, teniendo que pagar multas o pasando temporadas en prisión por la vigilancia constante de un régimen que ni resuelve sus necesidades ni es indulgente con quien busca la forma de resolverlas al margen de la ley, creó en ellos una ruptura generacional con el gobierno cubano, acentuada en estos últimos años, cuando ya son adultos formados y se ven ante una crisis económica que emula y hasta supera aquella en la cual crecieron, conocida como Período Especial en Tiempos de Paz.

Son una generación y un grupo de personas que ha crecido entre la miseria, sabe cómo es el rostro del hambre y no está dispuesta a comerse el tan gastado discurso del bloqueo de los Estados Unidos. Quieren soluciones ya y saben que, si no las hay, en buena parte es por culpa de la élite política que se aferra al poder y se niega a declararse incompetentes para dirigir un país y dejar de llenar sus propios bolsillos para que el pueblo cubano intente, por otra vía, alcanzar una vida digna.

Detestan a la casta dirigente, como cada vez más personas en Cuba, y por eso Luis Darién, junto a dos amigos de Alamar conocidos como Jorgito y El Trompo, fundaron su propio movimiento antigubernamental, al cual llamaron Alamar 18 –por ser de la zona 18 de Alamar– y en la mencionada directa le habló directamente a Miguel Díaz-Canel, diciéndole: “Raúl te está cogiendo para eso. Te estás haciendo el presidente, pero tú no mandas, Raúl manda más que tú, Ramiro Valdés manda más que tú, Lazo manda más que tú, la hija de Raúl manda más que tú…”.

En el mismo video, Luis Darién se cagó en la madre del presidente, lo llamó singao, dijo varias veces: “abajo el régimen castrista” y repitió el lema “Patria y Vida” mientras hacía la seña de la L (de libertad) con las manos. Además, los tres pidieron a la juventud cubana que dejaran la guapería en las calles y contra ellos mismos, las broncas, las puñaladas, para emplear esa furia en la lucha contra el régimen.

Las ofensas a las máximas figuras del gobierno y el llamado a la insurrección popular son suficientes en Cuba para ser procesado penalmente. Las leyes del régimen se encargan de ello. Pero, de todos modos, la SE quiso más.

Aquella noche, tocaron la puerta del apartamento de Kenia y Joselino con una orden de registro. Ya habían montado el show en la calle y todos los vecinos estaban fuera, enterándose del chisme.

Para entonces, ya Luis Darién estaba encerrado. El propio Joselino lo había llevado a la estación de Alamar para que se entregara luego de que un oficial pasara por la casa buscándolo.

Kenia leyó detenidamente la orden de registro y no le quedó más remedio que dejarlos pasar, pero fue junto a ellos todo el tiempo, mientras a Joselino, a quien hacía poco tiempo le había dado una isquemia, le controlaban la presión y lo vigilaban los médicos.

Los oficiales buscaron un perro de la brigada antidrogas –aunque el supuesto delito de Luis Darién era eminentemente político– que en cuanto entró fue directo al plato de la mascota de Kenia y se comió su comida. “¡Lo que tienen que hacer es darle comida a ese pobre animal!”, les gritaba Kenia mientras arrastraban al perro hacia el cuarto de Luis Darién.

La habitación estaba oscura. El bombillo se había fundido y, como él no estaba durmiendo ahí últimamente, sino en casa de su pareja, se había quedado así. 

Los oficiales entraron con linternas y con el perro. “¡Busca! –le gritaban– ¡Busca!”. El animal se metió debajo de la cama, salió, olfateó por aquí y por allá y no reaccionó ante nada.

“¡Busca! ¡Busca!”, le seguían gritando y le daban puñetazos por las costillas. El perro se afanaba en encontrar algo, pero no había nada y recibía más golpes y más gritos, hasta que se dieron por vencidos y lo sacaron. 

Kenia observó cómo revisaban todo el cuarto de su hijo: las gavetas, debajo del colchón, las piezas de celulares rotos que Luis Darién guarda para después reparar otros, hasta su ropa, metiendo las manos en todos los bolsillos, sin encontrar nada con lo cual pudieran imputarle un delito común.

Sin embargo, cuando salieron a la sala, uno se retrasó y salió con un paquetico blanco enrollado en sus manos, proclamando: «Lo encontré».

Kenia y Joselino saltaron al momento: «¡¿Qué es eso?! ¡¿Qué encontraste de qué?! ¡Dejen el descaro, que eso lo trajeron ustedes mismos!».

Al ver su reacción, los oficiales pidieron que se calmaran, dijeron que no había razón para ponerse así, que no era lo que ellos pensaban, y luego procedieron a demostrar que sí era lo que ellos pensaban: les dijeron que todo el operativo había sido porque en casa de Jorgito encontraron drogas. 

Como Kenia y Joselino sabrían después, en casa de Jorgito habían dicho que en casa del Trompo encontraron drogas y así sucesivamente. Y al final a ninguno se le juzgó por posesión de drogas.

Todo un sinsentido que culminó con el juicio amañado de siempre, en el cual, luego de haber tenido a Luis Darién durante meses en Villa Marista y haber intentado, infructíferamente, que grabara una falsa confesión para poner por televisión nacional, lo condenaron a tres años de privación de libertad por desacato a la figura de autoridad.