Por Manuel De la Cruz

Sobre las 5 de la tarde Irma corre hacia el hospital. Es el municipal de Artemisa, “Ciro Redondo”. La sala de politrauma era un mosaico de policías-custodios  y artemiseños heridos. Parecía el final de una masacre, aquello, que comenzó como una manifestación pacífica y es recordado aún, por sus protagonistas,  como un baño de violencia desmedida, producto de la pésima reacción gubernamental.

Irma recorre la sala con una frase en su cabeza: “a tu esposo lo reventaron”. Mira los rostros desfigurados y los cuerpos fracturados buscando a Yeremin, pero no lo encuentra. Los médicos no le confirman la estadía de un paciente llamado así. Se marcha a casa bajo una lluvia infernal.

De camino al hogar, sola- a diferencia de cuando partiera unas pocas horas antes hacia la manifestación más grande que viviera el municipio- se entera que los efectivos de la policía y la Seguridad del Estado la están buscando. Decide refugiarse en casa de otro familiar.

Cinco días duró su huida, que no fue tanto huida como refugio y descanso, descanso que no pudo ser efectivo porque aquella frase de “a tu esposo lo reventaron” no fue mejor explicada. La policía política, quien asistió a su casa durante 4 días seguidos,  prefirió entonces ensañarse con su esposo –pienso- tras la imposibilidad de dar con ella.

Irma pudo saber en esos días que Yeremin había sido detenido, violentamente detenido por la policía, y trasladado a la estación policial más cercana, Supo también que fue, luego, trasladado al Departamento Técnico de Investigaciones de Güanajay. 

Allí se presentó el 14 de julio, para recibir una negativa de las autoridades a ofrecerle información. El día 15 repitió la visita, y prometió exaltarse memorablemente en aquel lugar si no le decían la verdad. Calentar, como le dicen los cubanos de a pie. El 16 le prometieron fe de vida de Yeremin, y la citaron para el día 20. «Claro», protestó Irma, «cuando ya se le hayan curado las cicatrices y los golpes no sean visibles, ¿no?»

Los instructores penales situaron a los cónyuges a una distancia fría y prudencial, bajo la estricta orden de “no hablar de nada relacionado a la protesta”. Irma inquirió a su esposo por las heridas. «¡No pueden hablar de eso!», interrumpió un instructor penal. «¡¿Cómo no?!», respondió Irma. «¡Yo necesito saber cómo se siente mi esposo!»

Yeremin Salcines Jane era un muchacho de 32 años, con una sutura de 7 puntos en su cabeza y fracturas irresueltas en la muñeca y en un pie. No tenía puesto, en la entrevista, aquel pullover.

 

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En la 60, calle tan alabada como atendida, está la residencia del matrimonio. Entre la esquina de 35 –donde se para frecuentemente un vigilante de la policía política – y la esquina de  37 –adonde rota el vigilante mismo o aparece casualmente una patrulla- viven Yeremin y su esposa Irma desde hace algunos años. 

Yeremin- elección de la madre- fue la adaptación al nombre bíblico de Jeremías. Del profeta niño nuestro protagonista heredó la constancia, la resignación y la palabra precisa, más no así la queja. Su esposa lo define, además, como un ser inteligente, capaz de seguirte en cualquier asunto, con avidez intelectual. El cristianismo fue su cuna y es aún, hoy, su espacio de confort. Este hombre demuestra que, aunque una injusta década en prisión sea mucho, tiene la entereza para soportarla. 

«Yeremin no habla, es medio guanajo. Durante la protesta del 11 prácticamente ni habló», recuerda su esposa.

Su esposa, Irma, no tiene, sin embargo, la misma parsimonia. Esto se debe, en parte, al contexto diferente, no eclesiástico, del que proviene. Explosiva y veraz, implacable, no deja pasar mentiras  ni tolera la injusticia. Explica las circunstancias con la soltura de un maestro, y no pide permiso para imponer lo que considera como causa primera. Su mirada precisa demuestra su honestidad y temperamento colérico.

«Ellos me tuvieron a mí como una líder, y saben incluso que, en el lugar, yo gritaba mucho más que él», reconoce Irma.

Esta unión estratégica, compensada de pasiones, desperfectos y virtudes, fundamentada en muchos años de amistad previos al matrimonio, los ha hecho indisolubles y determinados en las mismas causas. 

Por eso, como pareja, era inconcebible que Irma, una mujer de 40 años con una claridad política imposible de desestimar, saliese sola a protestar a las calles de Artemisa aquel 11 de julio de 2021. Su esposo, tan consciente también de la crisis sistémica del país como de las causas ulteriores que la provocaban, la acompañó sin dudar.

A pie, con una moto eléctrica de su posesión llevada a cuestas por Yeremin, caminaron las calles del parque y de la ciudad, acompañando a los centenares de artemiseños que se unieron a la mayor de las manifestaciones antigubernamentales dadas en Cuba en la historia de la revolución.

Irma carga ahora, dos años después de aquel imborrable día, con la soledad de una cama abandonada y con el recuerdo de un 11J teñido en sangre. Jamás -y lo confiesa con la pausa de quien desea subrayar cuan traumático es el recuerdo- había presenciado tanta violencia y monstruosidad.

“La protesta fue pacífica. La gente se reunió inicialmente en el Parque de los Viejos. Luego fue al Partido y a la policía. Gritaban consignas, libertad, patria y vida, alimentos… Cuando la brigada antimotín bajó con todos sus atuendos, se nos fue el sol” , dice.

La Seguridad del Estado, mediante el ya conocido despliegue de vigilancia, citaciones amenazantes y promesas de prisión, ha forzado a Irma a abandonar los reclamos por su compañero. “Si pedí libertad por los cinco héroes que eran unos espías, ¿cómo no voy a pedir libertad por mi esposo?”, dice.

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Del 21 al 23 de noviembre de 2021, en el Tribunal de Artemisa, Yeremin fue juzgado junto a otros 12 manifestantes. Las sanciones estuvieron en un diapasón desde un mínimo de 4 años de trabajo correccional sin internamiento y hasta 12 años de privación de libertad, mientras que las edades de los encausados estuvieron en un rango entre los 21 y 42 años. 

Yeremin, a quién Fiscalía solicitó 14 años que fueron resueltos en 10, después de Luir Giraldo Martínez, obtuvo la sentencia más pesada entre los artemiseños enjuiciados.

Más de una veintena de testigos fueron citados para el juicio por la Fiscalía. Más de una veintena de policías, en su mayoría procedentes de La Habana. ¿Cuán absurdo puede ser un juicio cuando los testigos de la parte acusadora no viven o trabajan siquiera en la propia provincia de los acusados?

La farsa, desde antes de su ejecución, se fue desmontando sola. Las afueras del Tribunal vivieron  una militarización sin precedentes, mientras que en todo momento las autoridades se afanaron en que aquello no era un juicio excepcional y, mucho menos, político.

Los policías que atestiguaron en contra de Yeremin no tuvieron reparos en decir que jamás lo habían visto. Los abogados de la defensa –Hector y Marcel- estuvieron formidables, a varias millas de altitud por sobre aquella infamia. La defensa fue la única parte que, aún sabiendo la predestinación a la que estaban sujetos sus defendidos, dieron de sí cuanta potencia y ética profesional poseían. 

Irma logró movilizar un número amplio de testigos a favor de su esposo, pero solo le autorizaron tres. Esta tríada peculiar fue tan contundente como despreciada: el pastor de la iglesia a la que asiste Yeremin, un joven vecino y la presidenta misma del CDR.

La presidenta del CDR –quien se supone que apareciera en esta sala para situarse indefectiblemente del lado del gobierno y del sistema- optó por la justeza. Defendió la intachable conducta barrial del joven, su amabilidad y una retahíla de valores éticos que le imposibilitarían de la maldad que se encerraba en las causas contra él abiertas. «Gracias, puede sentarse», le dijeron.

El joven vecino, amigo de la familia, apostó por dar la versión de los hechos que presenció. A pesar de la imposibilidad de ser destrozada –por la lógica y por los numerosos testimonios que afianzaban a este- su declaración no trascendió.

El pastor de la congregación a la que asistía Yeremin fue un poco más lejos. Tras describir la conducta de su discípulo –dentro y fuera del andar eclesiástico- procedió a evidenciar las injustas prohibiciones de que, en prisión, Yeremin recibiera la asistencia religiosa que él podía ofrecerle, legalmente establecida como un derecho del reo. Por si no bastara aquello, su propio testimonio, como parte de los manifestantes presentes en las calles ese día,fue el colofón inesperado. 

El pastor fue breve, pero la reverencia queda aún entre cuantos saben la verdad al recrear la trágica historia.

El hijo del pastor, soldado del servicio militar obligatorio, le pidió ayuda a su padre. “Nos están mandando para la calle a dar golpes y yo no quiero hacerlo”, le dijo. El padre le suplicó que mantuviera su objeción de conciencia, y le hizo la promesa de estar ahí, in situ, para acompañarlo y, de ser preciso, ofrecer resistencia junto a él, a cualquier precio.

El padre ordenó la huida del menor de sus hijos, ante la imposibilidad de que el muchacho pudiera negarse a apalear a sus conciudadanos. Esta, inicialmente circunscrita dentro de la misma provincia, se amplió a destinos más lejanos, tras la insistencia de las autoridades de las FAR en dar captura al “desertor”. 

El hermano mayor del perseguido –desesperado por la situación y por la crisis general de la Isla- convidó a su hermano a tomar una lancha rústica, junto a otros compañeros, y abandonar  finalmente el país. Salieron buscando la libertad, y el mar fue todo lo cruel que suele ser. La muerte, quien había recogido a la esposa del pastor y madre de los dos jóvenes, se llevó ahora a los hijos para abrazarlos con su progenitora. 

El pastor fue conminado a abandonar el estrado.

Los días siguientes fueron tan caóticos que en las afueras del Tribunal las autoridades se vieron obligadas a improvisar un puesto médico. Los familiares de los manifestantes se desmayaban. Algunos de los enjuiciados fueron víctimas de ataques de pánico y episodios epilépticos. La injusticia metabolizó, con impotencia, en una ansiedad generalizada. Un pánico corrió de cuerpo en cuerpo, desde los juzgados hasta familiares y magistrados.

Yeremin recibió una sentencia de 10 años de privación de libertad por los delitos de desorden público, desacato, y atentado. El recurso de apelación y de casación en nada ayudó.

Los primeros meses los pasó en la Prisión de Guanajay. Tras varias protestas de su esposa, tanto por las pésimas condiciones del lugar como por el ensañamiento blandido contra los manifestantes presos, un oficial le profetizó el traslado: “Te lo voy a desaparecer”.

Desde hace casi un año Yeremin comparte celda con presos de máxima condena, en el Centro Penitenciario de Máxima Seguridad de Pinar del Río, conocido como 5 y Medio. 

Allí, luego de mucho pesar y gestión, Irma ha logrado que su esposo reciba asistencia religiosa de su propio pastor. Por suerte, unos meses antes, Maykel Osorbo, el rapero contestatario que le arrebató un Grammy a la Academia y el mayor dolor de cabeza a cualquier presidente en la historia de Cuba, le regaló a Yeremin su primera Biblia.

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“A Víctor vimos cuando le dieron. Le dieron los policías por la cara, y mi esposo gritó ¡¿por qué le dan?! y entonces hubo un altercado allí más o menos, pero todo quedó allí. También vimos cómo le dieron a un anciano con una tonfa, un anciano bastante mayor que lo único que hacía era decir patria y vida y queremos comida. Vimos como a una muchacha le rompieron el teléfono en la cara, en su misma cara. A Troya casi le sacan un ojo, si no lo llegan a atender rápido lo pierde. En otro momento vi como allanaron las casas, incluso sacaron a golpes a un señor, y el de adentro de la casa, que era médico trató de interceder pero fue por gusto. Eso fue un Oeste”.

Mientras Yeremin caminaba con su esposo por la calle central, un camión repleto de efectivos de la policía, vestidos de civil, amenazó con arrollar a los transeúntes. Los ciudadanos comenzaron a reclamar al chofer que frenara, o que, al menos, avanzara más lentamente. El camión no solo llevaba soldados con órdenes de violentar y reprimir, sino también el permiso de atropellar a los manifestantes. 

El chofer, con un cinismo tan  imposible de olvidar para Irma como difícil de justificar por los allí presentes, aceleró un poco más. Un muchacho en bicicleta cayó al suelo, y se le perdió de vista a Yeremin y a cuanto artemiseño iba caminando. La multitud enloqueció. Lo hacían destripado. 

Yeremin trepó al camión, luego de que el chofer ignorara sus gritos y los de todo el pueblo. Golpeó la ventana para hacer reaccionar al psicópata de una vez. Cuando se bajó- y detrás de él los efectivos trepados en aquella nave del terror- su destino estaba prefijado.

No murió de milagro, pues más de 8 horas estuvo abierta la herida de su cabeza , sin suturar, sin que preocupación alguna por parte de sus captores les movilizara a llevarlo a aquella sala de politrauma del Hospital Ciro Redondo.

Yeremin, el muchacho noble y comedido, fue víctima del impulso de salvar a aquel bicicletero. 

Tanto el chofer como quiénes lo golpearon- dejándole varias fracturas y traumas considerables- están libres. A Yeremin aquel acto heroico, digno de cualquier cristiano o ser humano de bien, le fue pagado con un cargo de atentado a la autoridad, imposible de justificar, desde ninguna esquina legal.

El pullover de Yeremin fue retirado bajo la categoría de evidencia. La justificación dada fue que sería mostrado en el juicio. 

Nunca sucedió. 

Ese pullover enrojecido, bañado en su propia sangre, explicaría el 11J, con más claridad y elocuencia que cualquier testigo, que Irma, que Yeremin mismo. 

Aquel pullover desaparecido, jamás invitado al Tribunal, tendría un discurso más contundente que el abogado Marcel y que cualquier crónica que sobre ese día pueda llegar a escribirse.